Sentido, naturaleza y funciones de la literatura
La literatura es la mejor
mirada posible para la comprensión de la condición humana.
Tzvetan Todorov
1. El origen de un nombre
La palabra literatura ha tenido varios significados a lo largo de la historia. El primero que adoptó no fue otro que una
traducción latina del vocablo griego grammatikê,
que era como se denominaba en el mundo helénico a la actividad que llevaban a
cabo los grammatikoi, maestros que
enseñaban a sus alumnos a leer, escribir y expresarse con fluidez.[1] Un
tiempo después, más precisamente en el siglo III
a. de C., las pesquisas filológicas de algunos eruditos, como las realizadas
por el poeta Calímaco de Cirene en sus Pinakes[2],
le darán a la palabra literatura un
sentido más cercano al que posee en la actualidad.[3]
Este criterio amplio de definición,
en mayor o en menor medida, continuará hasta el siglo XVII.
Será recién a partir del siglo XVIII
cuando el término empiece a tomar los matices que hoy le conocemos. Tiraboschi,
en efecto, publica en 1772 su Historia de
la literatura italiana, donde se ve con claridad que el sentido utilizado
es el de ‘producción concreta de una literatura dada’. Lessing, por su parte,
publica en 1776 su estudio Cartas
referentes a la más reciente literatura, donde el sentido es el de ‘producción
literaria en general’. Madame de
Staël, ya en 1880, publica su libro De la
literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales, donde el sentido es el de ‘fenómeno
sociológico’.
Durante el siglo XIX
y buena parte del XX
coexistieron diversas acepciones. Así, en algunos países, la palabra literatura significó muchas veces ‘bibliografía’, e incluso ‘palabrerío’
cuando se la relacionaba con la vieja retórica. Asimismo, y por un llamativo desplazamiento
metonímico, también significó ‘manual de literatura’ o, simplemente, ‘historia
de la literatura’.
A comienzos del siglo pasado, la
crítica logró establecer una muy útil distinción entre las obras de creación
propiamente dichas, que reciben el nombre genérico de literatura, y el estudio específico del fenómeno literario, al que
algunos académicos alemanes, quizá pretenciosamente, llamaron en su momento Literaturwissenchaft (Ciencia de la
Literatura). Pese a todas estas precisiones, la palabra en cuestión siguió
sufriendo las mismas tergiversaciones de siempre.
2. Naturaleza de la literatura
Al igual que los significados de la
palabra literatura, los conceptos que
intentaron establecer su naturaleza también fueron variando con el tiempo. Para
Edwin Greenlaw, por ejemplo, la literatura es todo lo que está escrito,
especialmente lo que está en letra de molde. «Nada que se relacione con la
historia de las civilizaciones cae fuera de nuestro campo»[4],
escribe en el que fue su trabajo más celebrado. Como se podrá advertir, esta
amplísima concepción introduce una cuestionable identificación entre Literatura
e Historia de la Civilización, identificación que, en parte, ya era defendida
por la Filología de finales del siglo XVIII.
Evidentemente, considerar como
literaria la producción filosófica, histórica, científica y política es un procedimiento común en las historias
de la literatura. De hecho, es inconcebible —al menos, en la práctica— una
historia de la literatura antigua que excluya a Platón, Aristóteles, Tucídides,
Demóstenes e Hipócrates, por lo que se refiere a lo griego, o a Cicerón,
Lucrecio, Varrón, Livio y Tácito, en lo que atañe a lo latino. Asimismo, es
difícil que una historia de la literatura francesa se olvide de Montesquieu, de
Renan o de Bergson, incluso de Descartes, o que una literatura inglesa silencie
los nombres de Burke, Gibbon o Hume, por ejemplo.
La tendencia que finalmente se impuso
es la de considerar únicamente como literarias las obras escritas con
intencionalidad estética. Ahora bien, dentro de esta tendencia están los que
pretenden que la literatura se limite al estudio de lo que ellos llaman «los
grandes espíritus», es decir, los autores más sobresalientes de un país, de un
continente o del mundo. Lo cierto es que tanto la delimitación como la
selección de los «mejores autores» suele ser arbitraria y subjetiva, lo que le
quita rigor científico a esta concepción. Con todo, este es el procedimiento
que comúnmente se usa en la enseñanza de la Literatura.
3. Función de la literatura
Si de la naturaleza pasamos a la
función que desempeña la literatura, nos hallaremos ante otro punto polémico.
Para empezar, ¿debe hablarse de función o de funciones? ¿Acaso la literatura posee
una única función o puede hablarse de varias, todas ellas legítimas? Warren y
Wellek, por ejemplo, hablan de «función»[5],
mientras que Aguiar habla de «funciones»[6], en
plural. Evidentemente, los criterios están aquí repartidos. C. Boas[7],
más próximo a Aguiar, le ha asignado a la literatura una función práctica, una
función estética, una función ética y
una función pedagógica; sin embargo, también ha dicho que la literatura podía
ser tanto un medio de evasión como un vehículo para expresar un compromiso
político. Vamos a revisar críticamente cada uno de estos puntos.
Con respecto a la primera función que
señala Boas, hay que decir que, para los representantes del arte por el arte de
la segunda mitad del siglo XIX,
la obra literaria no podía perseguir ningún fin utilitario. Para ellos, el fin
exclusivo de la literatura era la belleza. Théophile Gautier ha expresado muy
bien ese ideal con esta célebre frase: «Sólo es verdaderamente bello lo que no
puede servir para nada»[8].
En lo concerniente a las relaciones
entre literatura y moral, debemos subrayar que, dado el carácter práctico que las
envuelve, también fueron rechazadas por los defensores del arte por el arte.
Oscar Wilde, sin ir más lejos, dijo en algún momento que «la estética supera a
la ética»; Baudelaire, por su parte, arremetió contra la «herejía de la
enseñanza de la literatura» y postuló una poesía independiente de todos los «valores
no poéticos o artísticos».[9]
Si abordamos ahora la función de la literatura
como medio pedagógico o instrumento de enseñanza, veremos que hay autores que
la defienden y otros que la atacan. Platón, por ejemplo, negaba rotundamente que el arte pudiera ser un medio de
conocimiento, ya que, para él, el arte imitaba a las cosas, que, a su vez, eran
tan solo el pálido reflejo del mundo de las Ideas. El arte, por tanto, era un
reflejo en segundo grado de ese mundo y, en consecuencia, nada podía enseñar al
hombre. Por su parte, Aristóteles, en su Poética,
afirmó que la literatura —en especial la poesía— estaba más cerca de la
realidad que la propia historia y, por tanto, podíamos aprender de ella.
El Romanticismo señaló de nuevo el
carácter extraliterario de la poesía, aunque de una manera más rotunda: para
los románticos la poesía era la única vía de auténtico conocimiento. Esta
concepción idealista estaba en íntima relación con la imagen de hombre
inspirado, visionario y profético que la estética romántica tenía del poeta.[10] Para
los románticos, como para los simbolistas posteriormente, el mundo era un poema
gigantesco, una red de jeroglíficos y enigmas que solo el poeta era capaz de
entender. Así lo decía Shelley: «La naturaleza es un poema de secretas señales
misteriosas»[11].
La escuela de Ernst Cassirer y su
teoría de las formas simbólicas están orientadas
en una dirección, en cierto modo, parecida.[12]
Para este filósofo, la literatura, lejos de ser una diversión o una actividad
lúdica —como, por ejemplo, pensaba Huizinga[13]—,
representaba la revelación, en la forma simbólica del lenguaje, de las
potencialidades oscuramente presentidas por el alma del hombre.
Pero la literatura, como hemos visto,
puede servir también como medio de evasión. Ante determinadas circunstancias,
la creación se convierte en el medio idóneo para escapar de la miseria de la
vida. Esa evasión es, al mismo tiempo, la búsqueda de un mundo nuevo, al que el
artista se aferra para seguir adelante. Cuando la vida no responde, hay que
acudir a la poesía, y gracias a la poesía se salva el poeta. Goethe afirmaba
que con el suicidio literario que había impuesto a Werther, se libró él mismo de
suicidarse. Flaubert le escribió a un amigo suyo: «Trabaja, trabaja; escribe tanto
como puedas… Es el mejor corcel, la mejor carroza para escapar de la vida»[14].
Y a otro: «El único medio de soportar la existencia es aturdirse de literatura».[15]
Finalmente, tenemos la literatura
como expresión de compromiso. Existen, en efecto, escritores y artistas que le niegan
al arte toda gratuidad y le atribuyen una misión específica. Sartre, por
ejemplo, prescindía del escritor desinteresado y postulaba, en su lugar, la
figura del «escritor comprometido». Este deja de ser, en tal caso, un ser que
se desentiende de los males que aquejan a la sociedad para elevarse a la categoría
de espíritu que lucha por algún ideal concreto.
Aunque el fenómeno de la literatura comprometida
es esencialmente moderno —por lo menos en el terreno de la mera teorización—
hay varios antecedentes de esa actitud. Pensemos, sin ir más lejos, que el
poeta griego era un auténtico servidor de la comunidad, pues los trágicos eran algo
así como los pedagogos del pueblo. Sucede, no obstante, que cuando se habla de «literatura
comprometida» se hace referencia a un compromiso más explícito, es decir, a la
posibilidad de que un escritor ponga su pluma al servicio de una determinada ideología.
Una variante específica de esta
literatura comprometida es la literatura planificada o programada. Se trata, en
estos casos, de un dirigismo político que impone una línea artística concreta
de la que los autores no pueden desviarse. Naturalmente, este tipo de
literatura se da más que nada en los regímenes que hoy llamamos totalitarios. Este
fenómeno, que ha alcanzado en el siglo pasado su momento culminante (fascismo, nazismo,
estalinismo, etc.), tiene, sin embargo, raíces en la Antigüedad clásica.
Platón, en su República y sus Leyes, ideó una ciudad-estado perfecta
en la que cada persona ocupaba el lugar que le correspondía por su valía
personal. La república pensada por Platón estaba cimentada en la supremacía del
Estado por sobre el individuo, por tanto, era la autoridad la que regulaba
íntegramente la vida del ciudadano, y, de un modo muy especial, la educación (la
paideia). Partiendo de la idea de que
la formación religiosa —ofrecer una imagen positiva de los dioses— era básica
para la formación individual y el buen orden social, Platón expulsó de su
Estado a los poetas, ya que estos mostraban también los aspectos negativos de
los dioses.
[1] Recordemos que el
término literatura proviene del
vocablo latino litterae, y este, a su
vez, del griego gramma. Ambas
palabras significan ‘letra’ en español.
[2] Fue el poeta Calímaco quien
con sus Pinakes (Cuadros) echa las bases de lo que, durante un tiempo, será la
preocupación por el estudio literario. Es probable, sin embargo, que la obra de
Calímaco se redujera a un catálogo de las obras de un autor, con breves
indicaciones específicas sobre ellas; con todo, estos intentos representaron
los inicios de la crítica.
[3] Véase R. Pfeiffer. Historia de la filología clásica,
Madrid, Gredos, 1968.
[4]
Edwin Almiron Greenlaw. The Province of
Literary History, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1931.
[5]
Véase René Wellek, Austin Warren. Teoría
literaria,
Madrid, Gredos, 1985.
[6] Véase V. M. de Aguiar, Teoría de la Literatura, Madrid, Gredos,
1975.
[7]
C. Boas. Primer for Critics, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 1937.
[8] Théophile Gautier. Madmoiselle de Maupin, Madrid, Penguin Random
House Grupo Editorial, 2010.
[9] En la literatura
antigua —y buena parte de la moderna hasta el XVIII— se aceptó claramente
la concepción de la obra literaria como medio para alcanzar una perfección
moral. Así lo hace Aristóteles en la Poética.
[10] Píndaro, en plena
Antigüedad, anticipa ya esta visión del poeta como ser inspirado por la
divinidad para poder entender cabalmente el sentido secreto de la armonía el
universo. Y se presenta, en consecuencia, como un profeta.
[11] Percey B. Shelley. Ensayos escogidos, Barcelona, DVD
Ediciones, 2001.
[12] Véase Ernst Cassirer. Antropología filosófica, México, Fondo
de Cultura Económica, 1945.
[13] Véase Huizinga. Homo ludens, México, Fondo de Cultura
Económica, 2005.
[14] Gustav Flaubert. Sobre la creación literaria. Extractos de la
correspondencia, Madrid, Ediciones y talleres de
la Escritura Creativa Fuentetaja, 2005.
[15] Esta visión no es, sin
embargo, exclusiva del mundo moderno. Homero dice (Odisea, VIII, 63) del aedo Demódoco que la divinidad le había
arrebatado la vista, pero que le había concedido el don de la poesía; Píndaro (Olímpicas, I) habla de la Charis (la poesía) como la fuente de
todas las dulzuras para el mortal; Teócrito (Idilios,
XI, I y sigs.) afirma que no hay mejor remedio contra las penas amorosas que la
poesía. Por mencionar tan solo algunos ejemplos.
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