Vínculos entre la gramática y la semántica
I
Desde la aparición en 1973 del Esbozo de una nueva gramática del español, cada vez que hablamos de Gramática, nos referimos a una disciplina conformada por tres áreas muy bien diferenciadas: la fonología, la morfología y la sintaxis.[1] Pese al anunciado carácter provisional del Esbozo, los estudios gramaticales que le sucedieron respetaron de una u otra forma esta división tripartita, así lo demuestra la Gramática de la lengua española de 1994, obra que la RAE encargó al prestigiosísimo Emilio Alarcos para cubrir el bache que la institución recién saldaría en 2009 con la esperada Nueva gramática de la lengua española.
Sin embargo, durante la década del noventa del pasado siglo,
también salieron al mercado algunos manuales de considerable tirada y gran
número de lectores que proponían categorizaciones manifiestamente diferentes.
Son los casos de Gramática práctica (1992), de
Antonio Benito Mozas, quien agrega dos áreas más a las tres fijadas por el Esbozo: la semántica y la lexicología,[2]
y Gramática española (1995), de María José Llorens
Camps, quien luego de dedicarle una primera parte al fenómeno de la
comunicación, divide el contenido del libro en morfología, sintaxis y
semántica.[3]
No corresponde preguntarse aquí qué fue lo que motivó a estos autores a presentar divisiones tan particulares en sus respectivas Gramáticas (después de todo, estos manuales carecían de validación académica), pero sí es pertinente subrayar la inclusión de la semántica en cada una de ellas. Sobre todo, si se tiene en cuenta que la RAE ya ha expresado lo siguiente: «No son partes de la gramática la semántica, que se ocupa de todo tipo de significados lingüísticos (no solo de los que corresponden a las expresiones sintácticas), y la pragmática, que analiza el uso que hacen los hablantes de los recursos idiomáticos»[4].
II
Si nos guiamos por cómo la Nueva gramática de la lengua española se ha presentado ante el gran público, podemos decir que esta centra sus intereses en la morfosintaxis, dejando a la fonología en un plano, quizá, solo apto para especialistas. Lo que no es en absoluto reprochable, ya que, tradicionalmente, el trabajo descriptivo de una lengua ha estado dividido en tres grandes secciones:
1. El estudio de los medios materiales de expresión (pronunciación, prosodia, escritura).
2. La gramática, es decir, la morfología y la sintaxis.
3. La lexicología, es decir, la disciplina que se ocupa de estudiar el léxico o vocabulario de una lengua y los significados o acepciones de las palabras que lo integran, disciplina que está íntimamente ligada a la elaboración de diccionarios.
Ahora bien, de esta suerte de confinamiento de la semántica al diccionario se puede colegir que los estudios relacionados con el sentido se reducen simplemente a caracterizar una tras otra las unidades significativas utilizadas por la lengua.[5] Aceptar esto, por supuesto, sería incurrir en un error. Ya Saussure apuntaba que el estudio más provechoso es el de las relaciones entre elementos, y ahí tenemos, como uno de los tantos ejemplos de su legado, las relaciones paradigmáticas y las relaciones sintagmáticas. Por ello, la semántica actual toma por objeto de estudio no tanto a las palabras o a los morfemas como sí a las categorías de palabras en relación con un mismo dominio (campos semánticos),[6] pues su principal interés consiste en determinar cómo se combinan los elementos de la oración para constituir un sentido total, lo que muchas veces no se logra en una sola frase.[7]
La gramática sitúa en el mismo plano las obligaciones que la
lengua impone al hablante y las opciones que le propone para llevar estas
obligaciones a la práctica. Así, la norma, que supone un «acatamiento» (en
español, por ejemplo, es obligatoria la concordancia entre el sujeto y el
verbo), convive en la sintaxis con el repertorio de las funciones, repertorio
que, por el contrario, supone un abanico de posibilidades. Lo cierto es que, si
el objetivo primordial del lenguaje es la comunicación, es difícil conceder el
mismo lugar a un mecanismo normativo (que, más allá de ser obligatorio, no está
en condiciones de garantizar que una determinada información llegue al oyente)
y a un sistema de opciones (que, en contraste, da lugar al hablante a formular
sus intenciones).
III
La
disociación entre gramática y semántica que se deduce de lo que hasta aquí
hemos tratado permite muchas veces que una oración gramaticalmente perfecta
carezca, sin embargo, de sentido. Nadie se atreverá a considerar agramatical el
enunciado «Este transatlántico no entra en mi bolsillo», incluso cuando, por
razones de verosimilitud, cueste hallarle un contexto aceptable de enunciación.
Y qué decir de este otro: «El cadáver exquisito tomará el vino nuevo», o de
este: «La luna vino a la fragua con su polisón de nardos». Como vemos en estos
célebres ejemplos, la lógica oracional (sujeto, verbo, complementos), las normas
de concordancia y el régimen preposicional han sido respetados a rajatabla,
pero su sentido es difuso, a no ser, claro, que los entendamos como enunciados
poéticos.
La sintaxis, en efecto, busca determinar las reglas que permiten construir frases o fórmulas correctas, combinando las palabras dentro de una oración. La semántica, por su parte, se propone obtener el medio de interpretar esas frases y esas fórmulas, es decir, ponerlas en relación con otra cosa, y esa «otra cosa» puede ser, o bien la realidad, o bien otras convenciones simbólicas y lingüísticas.[8] Por último, la pragmática —la gran excluida de esta historia— describe el uso que pueden hacer de las fórmulas los hablantes que se plantean actuar sobre otros hablantes. Cabe señalar que cualquier consideración semántica o sintáctica que se haga respecto del funcionamiento de la lengua debe hacerse al resguardo de los descubrimientos de la pragmática.
Desde el punto de vista morfológico, la agrupación semántica de
los vocablos puede hacerse tanto de manera genérica como de manera concreta. En
el primer caso, se establecen fenómenos como la sinonimia (incluyendo su
contracara, la antonimia) y la paronimia, es decir, aquel que reúne palabras
con alguna semejanza etimológica o fonética (el concepto de lexema juega aquí
un papel preponderante); en el segundo caso, se establecen las categorías
lógicas de sustancia, cualidad, fenómeno y relación, de las que surgen,
respectivamente, los sustantivos, los adjetivos, los verbos, los adverbios, las
preposiciones y las conjunciones, aunque en estos casos pueden darse también
cambios en las categorías gramaticales, como los adjetivos que se sustantivan o
adverbializan, hecho que se conoce con el nombre de metábasis
del adjetivo.
[1] Recordemos que la Gramática de la lengua
española de 1931 estaba dividida en cuatro partes: Analogía, Sintaxis,
Prosodia y Ortografía.
[2] Véase Antonio Benito Mozas. Gramática
práctica. Madrid, EDAF, 1992.
[3] Véase María José Llorens Camps. Gramática
española, Madrid, A. L. Mateos, 1995.
[4] Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua
Española. Nueva gramática de la lengua española. Manual,
Madrid, Espasa, 2010.
[5] Es por eso por lo que es preciso hablar de significado
o acepción cuando nos hallamos en el campo de la
lexicología y de sentido cuando nos hallamos en el
campo de la semántica. Véase Gregorio Salvador. Semántica y
lexicología del español: estudios y lecciones, Madrid, Paraninfo, 1985.
[6] En este sentido, los conceptos de monosemia y polisemia son
sumamente relevantes.
[7] La gramática textual surge de un razonamiento análogo. De hecho,
los conceptos de coherencia y cohesión demuestran simultáneamente una
preocupación por el sentido total del texto (ya sea este una oración, ya sea
este un párrafo) y por la correcta relación entre las oraciones que conforman
un párrafo y los párrafos que integran el texto definitivo.
[8] Para un estudio más amplio, véase Pierre Guiraud. La semántica, México, Fondo de Cultura Económica, 1965.
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