Por una gramática con rostro humano

 



I

A cualquier persona medianamente culta le interesa expresarse con propiedad. Lo cual es comprensible, ya que nadie quiere cometer faltas al hablar o al escribir. Vivimos en una sociedad competitiva, vertiginosa, «hipercodificada», que nos exige —aunque no seamos del todo conscientes de esa exigencia— que sepamos hablar bien en público y redactar textos de manera efectiva. No cabe duda de que el dominio del código lingüístico se ha convertido, en nuestros días, en una necesidad práctica; sin embargo, todo indica que el estudio científico de la lengua no está ayudando demasiado a satisfacer dicha necesidad.

Al parecer, la brecha entre teoría científica y saber general se explica a partir del propio conocimiento de la lengua. Por un lado, la lingüística abandona el tema de la corrección. Por el otro, el mismísimo estudio de la norma admite que la lengua es un fenómeno de naturaleza social, dependiente tanto de la estratificación de la sociedad como del papel que juega la comunicación escrita entre las personas. Con todo, el modelo de lengua descrito en un libro de consulta gramatical no suele dar cuenta de cómo el uso social ha influido en la instauración de ese modelo.

Lo sucedido con la Gramática de la Real Academia Española hace algunos años es producto de esta situación. Desde 1973, la Academia estuvo esperando en vano un dictamen respecto del Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, que habían redactado Salvador Fernández Ramírez y Samuel Gili Gaya, puesto que mientras no lo aprobara el pleno, la obra no tendría «validez normativa». Con el tiempo, fallecidos los dos autores del proyecto, la Academia encargó a otro de sus miembros una nueva versión de la Gramática. El resultado fue obra de un autor, Emilio Alarcos, y no de la Academia, como sí lo fue el Esbozo.[1] Sin embargo, aunque se esmeró en evitar la terminología difícil (lo que probablemente haya ayudado a que en su momento se convirtiera en un éxito de ventas), Alarcos escribió una gramática «funcionalista», pero que él mismo consideraba normativa.

II

Huelga decir que el conocimiento que aporta la gramática es sumamente importante, pero, para aprovecharlo mucho más, quizá tengamos que pensar en una gramática distinta, en una gramática con rostro humano. Lo primero que hay que entender es que, para que podamos indicar que algo está bien dicho, tenemos que aceptar la relación entre eso que se ha dicho y un determinado paradigma de corrección, que casi nunca es estable. Asimismo, hay que distinguir para qué y para quién aquello que se dice está bien dicho. Este para qué tiene que ver con la situación comunicativa (convengamos que una «grosería» puede ser poco adecuada a la hora de rezar, pero muy útil si queremos insultar a alguien). Y este para quién tiene que ver con la diversidad propia de las lenguas (recordemos que una pronunciación apropiada en una región puede sonar extraña en otra). Llamamos variación a la facultad que posee la lengua de usar palabras distintas para referirse a una misma cosa (obsérvese el caso de valija y maleta)pronunciaciones diferentes para emitir una misma expresión (un madrileño no pronunciará la palabra cazuela de la misma forma que un montevideano) o maneras diversas para combinar un mismo par de palabras (como mujer bella frente a bella mujer). Esta facultad explica también la existencia de lenguas diferentes y, por supuesto, la capacidad que tenemos los humanos de hablarlas.

Durante mucho tiempo se pensó que, una vez que llegaban al punto culminante de su desarrollo, las lenguas corrían el peligro de degradarse. Cuando el griego se convirtió en lengua internacional (del comercio y de la propagación del Evangelio), dejó de ser la lengua privativa de la filosofía y la poesía con la que se expresaban los emperadores romanos. Para evitar que los extranjeros la estropearan (que era lo que se suponía que harían), se creó la gramática, que fijaría la lengua de los textos homéricos tal como eran en su forma originaria, sin las corrupciones que se le atribuían al paso del tiempo y a las personas incultas. Del mismo modo, la Real Academia Española, en el siglo XVIII, se propuso limpiar y fijar la lengua en su clásico esplendor.

Como es sabido, la lengua no está en continua decadencia, sino en un estado de cambio permanente, de adaptación a las necesidades de quienes la utilizan. Este cambio, por lo general, es imperceptible y tiene que ver con las tareas de expresión que cumple el idioma, con el modo en que las cumple y con la manera con que las transmite de generación en generación. Entender la lengua, en definitiva, implica aceptar que hay que incorporar su uso vivo a la gramática, y para lograrlo, habrá que valerse, no tanto de la pragmática como sí de un aspecto del uso que no ha sido tomado en cuenta del todo por los lingüistas: el estilo. Pero de esto, queridos lectores, me ocuparé en un próximo artículo.






[1]  En el Esbozo de una nueva gramática de la lengua española (1973), los nombres de Salvador Fernández Ramírez y Samuel Gili Gaya no figuran en portada.

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