El impulso normativo de las academias

 



Al igual que el aire que respiramos, la norma se encuentra presente en nuestras vidas en todo momento, más allá de que no siempre nos demos cuenta de ello. Es una entidad invisible, pero poderosa, que va ordenando el fondo y la forma de todas nuestras actividades, relaciones, aficiones y aun de nuestros sueños. Casi nunca sabemos sobre qué principios se ha fundado, no obstante, la norma yace oculta en nuestro fuero interno, lista para indicarnos qué es lo bueno y qué es lo malo, qué es lo bello y qué es lo feo, qué es lo justo y qué es lo injusto, qué es lo verdadero y qué es lo falso. Estos valores, sobre los que históricamente se fundamentaron la ética, la estética, el derecho o la lógica, han pasado a ser arquetipos mentales que ordenan nuestras maneras de conocer y de pensar.

El impulso normativo llega, naturalmente, a los dominios tradicionales del lenguaje: la gramática, la escritura, la pronunciación y el léxico. De su aplicación a los hechos de la lengua nacieron las nociones de corrección e incorrección, de propiedad e impropiedad, así como la de faltas ortográficas. Si bien muchas corrientes lingüísticas abordaron el lenguaje desde una mirada no prescriptiva, no pudieron estas, por ejemplo, dejar de clasificar las construcciones sintácticas en gramaticales o agramaticales.

La preocupación por el «buen hablar y buen escribir» del que hablaban ya los clásicos, pese a no haber sido incluida durante décadas en las reflexiones de los lingüistas, seguía ahí, inalterable y a la espera de ser reivindicada. La moderna teoría del lenguaje la retoma. Esta nos explica que comunicarse es adoptar un comportamiento social sujeto no solo a las reglas del código lingüístico, sino también a pautas generales que intervienen en todos los aspectos de la comunicación. A partir de estas convenciones, nuestros mensajes pueden ser calificados de corteses o descorteses, de coherentes o incoherentes, de verdaderos o falsos, de claros o confusos, de pertinentes o impertinentes, de correctos o incorrectos. Así, los conceptos y postulados sobre los que se construye la pragmática parecen más bien reglas de buena conducta que otra cosa: «coopera», «di lo justo», «di la verdad» «sé relevante», «sé claro», «sé cortés». El análisis del discurso, por el contrario, revela que para construir un texto debemos articular sus partes sobre un principio elemental: la coherencia.

La Real Academia Española (RAE) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE) nunca disimularon su perfil prescriptivo. Junto a los objetivos de escrutar las estructuras y variedades del idioma español, promover su desarrollo y fortalecer su unidad, las academias mantienen intacto su mandato inicial de fijar las convenciones normativas sobre las que se fundamenta la correcta expresión oral y escrita.

Durante los últimos años, la RAE y las academias asociadas redoblaron sus esfuerzos por conocer el nivel de vigencia y de aceptación de voces, expresiones, construcciones y grafías en todo el mundo hispánico. Esta iniciativa siguió una metodología empírica, cimentada en el testimonio de los corpus. Se adoptó asimismo un concepto menos rígido de la norma, pues la lengua es una institución social e histórica y, por lo tanto, voluble. La lengua lleva en su ADN el cromosoma del cambio y, en concordancia con las transformaciones que experimenta, se modifican de igual modo los modelos normativos. El uso es lo que determina el sentido de esta evolución. Lo que hoy se percibe como extraño, irregular o anómalo puede convertirse más adelante en norma. Así lo demuestra la experiencia: las palabras del latín vulgar que el Appendix Probi consideraba incorrectas fueron las que posteriormente triunfaron en las lenguas romances.

Desde esta perspectiva, las academias, interesadas en la defensa de la cohesión panhispánica, realizaron en los últimos tiempos importantes contribuciones al conocimiento y difusión de la norma del español. Crearon departamentos de estudio y servicios de consultas que no solo tuvieron una gran acogida por parte de los usuarios de la lengua, sino que también lograron documentar los problemas e innovaciones que estos mismos usuarios presentaban y proponían. Al mismo tiempo, editaron obras de referencia valiosísimas, como el Diccionario panhispánico de dudas (2005), la Nueva gramática de la lengua española (2009-2011) y la Ortografía de la lengua española (2010). El buen uso del español (2013) —un libro que compendia las normas prescritas por la Ortografía y la Gramática vigentes— y el Libro de  estilo la lengua española (2018) —un manual de corrección y estilo que muestra la evolución que han experimentado ciertas cuestiones gramaticales, ortotipográficas y léxicas, sobre todo, a partir del avance de la escritura digital— son las más recientes obras publicadas.[1]

En suma, la norma panhispánica reconoce las variedades lingüísticas de cada región que integra la vasta comunidad hispanohablante, pero, al mismo tiempo, garantiza su unidad. Como aclara el prólogo de la Nueva gramática, algunas construcciones gramaticales son comunes a todas las regiones, mientras que otras solo se registran en determinadas zonas o épocas. Asimismo, los propios hablantes reconocen que algunas construcciones gramaticales pertenecen al discurso formal y que otras son exclusivas del habla coloquial; que algunas pertenecen a la lengua oral y que otras únicamente se dan en la lengua escrita; que algunas forman parte del registro habitual y que otras, en cambio, se circunscriben al registro científico o periodístico. Las recomendaciones de las academias se cimientan, por lo tanto, en la percepción que estas poseen de los juicios lingüísticos que los hablantes considerados cultos emiten sobre el idioma, idioma de cuyos usos, se supone, tienen total conocimiento.

 





[1]  Lo eran, al menos, hasta enero de 2019, época en la que escribí este artículo.

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