Sinfronismo o el porqué de un clásico


 


Quizá la principal virtud de un clásico es la de poder hablarle al alma de los lectores a través del tiempo y el espacio. Esta particularidad es la que se conoce con el nombre de sinfronismo, concepto que intentaremos explicar a continuación.

 

I

 

En el artículo «Azorín: primores de lo vulgar», Ortega y Gasset se anima a decir que el célebre escritor levantino, al hablar del protagonista de su novela Un pueblecito, no hacía otra cosa que esbozar una especie de autobiografía. Bien, esto no debería sorprendernos demasiado, pues, después de todo, en cada personaje literario, en cada criatura surgida del ensueño, siempre se encuentra algo de su autor. No obstante, incurriríamos en un error si pensáramos que Bejarano Galavis remeda en algún aspecto el recorrido vital e histórico de aquel miembro de la Generación del 98. Si Ortega se atreve a hablar de «autobiografía», es porque la piensa en términos puramente espirituales.

 

Lo cierto es que lo que a Ortega más le llama la atención son las cursivas que Azorín utiliza en este tramo de la novela: «¡Adiós, querido Bejarano Galavis! […] No creía encontrar aquí, en la aldea, un hombre tan culto y tan delicado. Siento, como si fueran míos, tus dolores»[1]. En ese «como si fueran míos» se advierte una profunda audacia conceptual: la de revivir, a través del encuentro con seres y cosas desperdigados en el tiempo y en el espacio, las notas esenciales de la sensibilidad humana. Ortega reconoce este fenómeno con el nombre de sinfronismo, palabra cuya paternidad corresponde a Johann Wolfgang von Goethe, y que el académico argentino Raúl Castagnino define como «coincidencia espiritual, de estilo, de módulo vital, entre el hombre de una época y los de todas las épocas, de los próximos o los distantes en el tiempo y en el espacio»[2].

 

Irremediablemente, toda obra deberá enfrentar tarde o temprano la sensibilidad de los lectores. Sin embargo, cuando una obra es capaz de hablarles a lectores de épocas sucesivas como si estos fueran sus contemporáneos, es porque ha alcanzado la trascendencia de un clásico. Así lo entiende el mismísimo Azorín:

 

¿Qué es un autor clásico? Un autor clásico es un reflejo de nuestra sensibilidad moderna. La paradoja tiene su explicación: un autor clásico no será nada, es decir, no será clásico, si no refleja nuestra sensibilidad. Nos vemos en los clásicos a nosotros mismos. Por eso los clásicos evolucionan: evolucionan según cambia y evoluciona la sensibilidad de las generaciones. Complemento de la anterior definición: un autor clásico es un autor que siempre se está formando. No han escrito las obras clásicas sus autores; las va escribiendo la posteridad.[3]

 

Ahora bien, vale la pena aclarar que el carácter clásico de una obra no deriva tanto del hecho de que esta haya sido concebida en tiempos pretéritos como sí de su capacidad para suscitar resonancias en el espíritu de lectores distantes y futuros. Como un puente tendido entre dos épocas, la obra permite la comunicación entre el espíritu del creador y el del lector. Desde este punto de vista, la obra literaria se constituiría como un encuentro simpático de almas más allá del tiempo.

 

Con todo, la relación entre el concepto de sinfronismo y el de simpatía requiere algunas precisiones. Etimológicamente, la palabra sinfronismo proviene de las voces griegas syn (‘con’) y phroneo (‘sentir’, ‘experimentar’, ‘pensar’); la palabra simpatía, también de origen griego, de syn (‘con’) y pathos (‘emoción’, ‘pasión’). Sinfronismo y simpatía son fenómenos coincidentes en cierto aspecto, pero de alcance diferente. Mientras que la simpatía supone, como requisito principal, el hundimiento en lo temporal, el sinfronismo opera al margen del tiempo. Asimismo, podemos decir que la simpatía es innata, en tanto que el sinfronismo es la resultante de una incorporación que se produce durante el desarrollo de la sensibilidad y solo cuando esta ha alcanzado un cierto grado de maduración. Resta decir que las manifestaciones simpáticas pueden llegar a ser inconscientes o instintivas, pero las sinfrónicas son siempre conscientes.  

 

II

 

Partiendo de lo expuesto en el apartado anterior, podemos aseverar que un texto clásico supone un puente sinfrónico que supera distancias y edades por medio de la emoción. Demás está decir que la literatura, que se nutre de los contenidos de la vida, debe fundamentalmente su existencia a la emoción creadora, y esta, a su vez, se corresponde con la emoción «recreadora» de la lectura.

 

En efecto, el sinfronismo exige como condición obligatoria que el lector posea algo del espíritu del creador de la obra literaria. Por lo tanto, la literatura estaría cimentada no solo en la potencialidad creadora del autor, sino también en la eventual clarividencia del lector.

 

El pensador francés Charles Du Bos, que lógicamente compartía estas valoraciones, nos dice que «fuera de lo que ella [la literatura] puede ser por añadidura, no es otra cosa que esta vida que toma conciencia de sí misma cuando en el alma de un hombre de genio alcanza su plenitud de expresión»[4]. Pero Du Bos también recurre a Emerson, quien explica lo siguiente:

 

El placer particular que extraemos de los mejores libros es notable: ellos nos impregnan de la convicción de que es la propia naturaleza quien escribe y lee. Leemos los versos de los grandes poetas, de Chaucer, de Marvell, de Dryden con modernísima alegría, quiero decir con un placer que es debido, en gran parte, a la supresión de toda idea de tiempo en sus versos. Se mezcla a nuestra alegría una especie de respetuoso temor, cuando ese poeta que ha vivido hace doscientos o trescientos años expresa lo que está cerca de nuestra alma, lo que hemos muchas veces dicho y pensado por nuestra cuenta.[5]

 

En cierta forma, Du Bos piensa la relación entre lector y autor como una identificación; Emerson, por el contrario, como un acercamiento.

 

III

 

Es evidente que, de los tres elementos que confluyen en el fenómeno estético-literario (creador, obra, lector), la concepción sinfrónica de la literatura pone su acento en el tercero, pues aquella nace de la confirmación de un efecto experimentado directamente en el receptor. Ciertas páginas de Esquilo, Shakespeare, Cervantes, Goethe o Martí vibran en nosotros sinfrónicamente, y solo después de que impactan en nuestra sensibilidad, nos avenimos a ponderar sus valores formales. Pero ¿ocurre lo mismo, por ejemplo, con Laurence Sterne, Tristan Tzara o Benjamín Jarnés? 

 

Naturalmente, la ausencia del efecto sinfrónico en una obra no implica que esta sea de menor calidad. El autor, de hecho, puede preferir efectos más inmediatos, como el humor, la agudeza o la elocuencia. Por lo demás, los efectos sinfrónicos suelen aparecer junto a efectos de otro tipo.


El sinfronismo, en definitiva, es la reminiscencia de un determinado estado de sensibilidad e, incluso, de los muchos y distintos elementos que pudieron haber contribuido a originarlo. Vale decir que este fenómeno hace del receptor de la obra literaria un ente activo y, en cierta medida, recreador de la emoción inspiradora del hecho literario. El valor de un clásico, aunque concurran en él muchos efectos diferentes, está supeditado en gran medida a este concepto.  







[1] Véase Ortega y Gasset, José. «Azorín: primores de lo vulgar», en Obras completas, Madrid, Revista de Occidente, 1963.

[2] Castagnino, Raúl. ¿Qué es la literatura? Naturaleza y función de lo literario, Buenos Aires, Editorial Nova, 1958.

[3] Azorín. «Nuevo prefacio», en Lecturas españoles, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1952.

[4] Du Bos, Charles. Qué es literatura. El último diario de Charles Du Bos, Buenos Aires, Ediciones Troquel, 1955.

[5] Du Bos, Charles. Óp. cit.

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