Homenaje al «Tábano»

 




… el armisticio del tábano entre las hojas y sus mandobles silenciosos.

Horacio Pérez del Cerro

 

     

Así como Ulises encomendó la crianza de su hijo Telémaco al fiel Méntor, el destino quiso que quien escribe estas cuartillas —Telémaco de un Ulises poco heroico— encontrara en Horacio Pérez del Cerro un mentor tan heterodoxo como improbable; y recordemos que, para Oscar Wilde, en la vida había que procurar ser siempre un poco lo segundo.

Conocí a Del Cerro a fines de los 90, en medio de la alegre turbulencia de la Contraferia del Libro, tropelía propiciada por el grupo de poetas que se nucleaba en torno a la hoy legendaria Maldita Ginebra. Horacio regresaba a Buenos Aires (como Ulises a su Ítaca, para insistir con los paralelismos homéricos) después de un largo exilio en Brasil; traía sus bolsillos llenos de tabaco, nostalgia y poesía. Quizá esa tríada fue lo que más me llamó la atención, esa tríada y el claro posicionamiento político, algo que, a mi generación, víctima de la desideologización de aquellos años, ciertamente le faltaba.

Yo era por entonces un estudiante avanzado de Letras, que había sentido el llamado de la poesía luego de la lectura de los románticos ingleses, pero que le costaba horrores encontrar una voz propia en la escritura. En esos años, empecé a leer con fruición a los poetas de la Generación del 27, luego a Huidobro, a Vallejo, a Gelman, y Del Cerro fue siempre un interlocutor de lujo, además de un guía que incentivaba el pensamiento crítico y teórico en cada una de mis lecturas. Naturalmente, nuestra relación se vio fortalecida por estas y otras coincidencias (como pueden serlo la política, la buena gastronomía y el buen vino). Luego llegó el tranvía, vehículo simbólico al cual no dudé ni un segundo en subirme.

A Ediciones El Tranvía le debo mis primeros tres libros de poesía, pero, además, mis primeras prácticas como corrector de textos, oficio que hoy me ayuda a ganarme la vida. Recuerdo que, tras la crisis de 2001, Ediciones El Tranvía se las ingenió para publicar un interesante libro del marqués de SadeSistema de la agresión, que contó con un muy celebrado texto introductorio de nuestro poeta. Con el correr del tiempo, el tranvía descarriló, pero no así mi relación con su «maquinista».

Los años siguientes fueron años de tertulias y disquisiciones, de redescubrimientos y descubrimientos. La obra de Nietzsche, Rimbaud, Artaud y Cortázar fue reinterpretada y reelaborada por Horacio, y los resultados se vieron traducidos rápidamente en la suya (pienso, sin ir más lejos, en el Agavarius, ese complejísimo texto que nos remite al Heliogábalo, del ya citado Artaud). Yo mismo aporté el nombre de Francisco Umbral a esa nómina de «amigos de la casa», en la que habría que incluir a todos los otros escritores y poetas que hasta ahora me permití mencionar en este texto.




Desde entonces, mi amistad con Horacio ha permanecido intacta, pese al distanciamiento que nuestras actividades a veces nos imponen. Aun así, siempre trato de hacerme tiempo para leer sus trabajos. El último que me hizo llegar, El armisticio del tábano, es el que me tiene ocupado hasta el momento, y sobre el cual, no obstante, aventuraré algunos juicios.

Es evidente que, en su obra, Horacio Pérez del Cerro no elige la sencillez, mucho menos ese «estilo fluido» que tanto despreciaba Baudelaire (otro «amigo de la casa»). Incluso sus poemas aparentemente más sencillos tienen otro signo, otro cariz: la puesta en marcha de un lenguaje incipiente que intenta rescatar la plenitud del lenguaje en tanto facultad perdida. Queda claro que no hablo de la complejidad de su sintaxis, de la violencia que ejerce sobre las palabras, de las imágenes abruptas y hasta chocantes que utiliza, de las continuas elipsis y los símbolos oscuros, sino de algo más profundo: el deseo de arraigarnos en un lenguaje que empieza por ser el desarraigo mismo del lenguaje. Así, su idea sobre la manera de decir como clave del poema cobra un sentido más complejo: ya no se trata de una voluntad de estilo, sino de la voluntad de hacer estallar cualquier estilo.

El Del Cerro de El armisticio del tábano no es tan diferente en lo formal (su prosa poética apela a los mismos recursos rupturistas que empleó en libros anteriores), pero sí quizá en lo conceptual. Este libro no es una nueva batalla contra el lenguaje ni contra las instituciones que se erigen como tales a través de un determinado uso del lenguaje, este libro es más bien un maduro descargo espiritual. El tábano ha acatado cortésmente el armisticio, pero desde la supuesta tranquilidad de su ostracismo, la memoria sigue fraguando un tiempo, una geografía, un testimonio.

En este libro, Horacio observa el mundo como si lo estuviera viendo desde afuera, pero ese mundo que contempla no solo le parece una falacia, sino también una herida, un padecimiento. Tanto la aridez del mundo contemporáneo como su plenitud vislumbrada en la consciencia están presentes en el lenguaje, de cuya falibilidad Del Cerro hace una ética. Así secretamente lo insinúan estas prosas, en las que, cito al poeta, «esos charcos de la memoria se despeinan de tan solo mirarlos».  

Horacio ofrece en este libro una escritura directa y también oblicua, remota y presente a la vez, abstracta e increíblemente concreta, arbitraria y rigurosa. Por sí misma, ella encarna la experiencia de años y años de ejercicio intelectual y literario, y hace de esta experiencia una verdadera visión, no un simple registro emotivo, donde, como dice en uno de sus tramos,   

 

cada aventura,     como el oleaje     en su va y ben [sic] preñado de la sola amenaza de irse     y dejarnos con el asombro de los lagartos bajo la lluvia     abriéndonos la ventana del coraje dormido     de lastres malversados en bitácoras confusas       es una casa con cimientos de recuerdo    y paredes de silencio     donde se escribe la partitura del alma.    

 

Pero El armisticio del tábano, al menos hasta donde lo tengo leído, es asimismo un libro político, pues la poesía y la política, más allá de lo que desde distintos campos del conocimiento nos han querido hacer creer, nunca estuvieron del todo disociadas (mucho menos en Del Cerro, mucho menos en estos textos escritos en Argentina entre 2015 y 2017). Así es como encuentro en ellos, entre tantas otras cosas, una defensa de un locus amoenus que irremediablemente está en el sur, aunque los elementos culturales y cultuales que deberían cohesionar a su gente se encuentren neutralizados por, como dice el poeta, «la ley del latifundio de chacales políticos y clérigos pedófilos».

Horacio, ya apaciguado por el paso torpísimo del tiempo, reflexiona en este libro sobre la realidad de nuestros mundos (argentinos y latinoamericanos, políticos y poéticos), desde el espacio que le asigna un armisticio que comenzó en diciembre de 2015 y que, desgraciadamente, dura todavía. Su palabra acierta al describir un fatídico escenario, un escenario convertido en, como él mismo lo define, «una célula del saurio desmesurado de llanura y veletas apuntando al norte     una herida más en la luz decrépita de humores y tradiciones teñidas en los charcos del odio». Yo, como la inmensa y dispersa mayoría, quiero que todo esto se acabe; todo, excepto la poesía de Del Cerro.

 

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