Reflexiones en torno al escritor, la obra y el público



Todo escritor, cuando se dispone a escribir, tiene en su mente un público. Tal vez esto ocurra porque nada queda definitivamente dicho si no hay un «alguien» a quien decírselo; este es el sentido, sin ir más lejos, del acto de publicación. Asimismo, podemos afirmar que una cosa no puede ser dicha a «alguien» si antes no ha sido dicha para «alguien», y uno y otro «alguien» no tienen por qué coincidir (de hecho, es raro que coincidan). En otras palabras, en las fuentes mismas de la creación literaria existe un público-interlocutor, más allá de que entre este y el público concreto al que se dirige la publicación encontremos desproporciones enormes.

El público-interlocutor puede reducirse a una sola persona, a un solo individuo. El creador entabla con él (imaginaria o realmente) un diálogo que nunca es gratuito, un diálogo que lleva una intención. Así, una obra es funcional cuando hay coincidencia entre el público-interlocutor y el público hacia el que se orienta la publicación. Una obra literaria, por el contrario, introduce al lector anónimo como un extraño en el diálogo. El placer que experimenta al dejarse llevar por los sentimientos, las ideas y el estilo es un placer gratuito. Todo intercambio literario sería imposible si el público perdiera la seguridad de un anonimato o de una distancia que le permitiera participar desinteresadamente de ese intercambio.

Ahora bien, sabemos que las sociedades generan un determinado número de ideas, creencias y juicios de valor que a priori se aceptan como evidentes y que, por lo tanto, no necesitan justificación, demostración o apologética. Estos elementos constituyen el fundamento de la ortodoxia del grupo, pero también el punto de apoyo de las heterodoxias y los inconformismos. El escritor, en definitiva, es prisionero de la ideología de su público-ambiente; puede aceptarla, modificarla, rechazarla total o parcialmente, pero jamás evadirse de ella.

Dentro de una sociedad, estos presupuestos ideológicos se exteriorizan mediante una consensuada comunidad de medios de expresión, es decir, mediante el lenguaje. En el nivel lingüístico, el escritor no dispone más que del vocabulario y la sintaxis que la sociedad emplea para enunciar su sistema de creencias. Además del lenguaje, otras de las determinaciones impuestas al escritor por el grupo son los géneros y estilos literarios. Naturalmente, el editor está al tanto de esto y lo capitaliza a su favor valiéndose de cualquier medio.

Sin embargo, más allá de las fronteras cronológicas, geográficas o sociales, justo donde empiezan a divisarse el siempre fértil terreno de la posteridad, existe un tipo de público que no impone ninguna restricción al escritor, y en cuyo seno la obra puede proseguir su existencia gracias un fenómeno de características simbólicas que el mercado editorial aún no ha podido controlar: la libre experiencia estética.


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