Reflexiones acerca de la crítica literaria

 



La tarea de un crítico literario —y, por extensión, la de un lector profesional—  es la de captar la sutil forma del libro que tiene entre sus manos, pero con el firme propósito de llegar triunfalmente al núcleo, a la sustancia, a lo que ese libro es en realidad. Sin embargo, no hay manera de que un texto se mantenga firme y estable ante nosotros durante el tiempo que precisemos para examinarlo con la minuciosidad requerida. Tan pronto como lo leemos, se disuelve en la memoria; incluso, en el momento en que damos vuelta la última página, buena parte de él se nos vuelve vaga e imprecisa. Un conjunto de impresiones, algunos puntos claros que emergen de una bruma de incertidumbre, es todo lo que, en el mejor de los casos, podemos conservar de lo leído.

     

Si tomamos como cierta esta desventaja, no debería sorprendernos que la crítica literaria sea, por lo general, tan poco exacta. Aunque esto, como veremos, tiene una explicación bastante razonable. Por ejemplo, de una novela que conozco bien, que recuerdo con lujo de detalles, puedo establecer con confianza un juicio; pero si luego de haberlo expresado, decidiera volver a echarle un vistazo al libro para corroborar la pertinencia de mis apreciaciones, solo encontraré una imagen engañosa, es decir, una posible falacia. El volumen está ante mí, claro, y si es simplemente una cuestión superficial, un nombre o una escena, puedo, sin duda, encontrar la página y verificarla sin mayores inconvenientes. Pero no puedo ver el libro en sí; no puedo mirar desde mi perspectiva la totalidad de esa obra específica que escribió el autor. La forma[1] de una novela —y con qué frecuencia un crítico usa esa expresión— es algo a lo que muy pocas veces se llega. Se revela poco a poco, página por página, y se retira tan pronto como se deja ver; como una totalidad cerrada y perfecta, solo puede existir en el recuerdo de una memoria privilegiada, memoria de la que la mayoría de nosotros carecemos. Podríamos juzgar un libro con probidad si pudiéramos verlo a gusto, aunque poseer una aguda percepción no nos sirve de nada si solo podemos retener la imagen del libro, pues esta siempre se nos escapa de las manos.  

       

En efecto, el libro nunca está del todo presente en la mente de los críticos, y, en consecuencia, la crítica se dirige más a fragmentos específicos que a la totalidad de la obra. Ahora bien, hay mucho que decir de un libro, incluso en estas restringidas condiciones. Cualquiera que haya leído La Regenta podrá decir que conoce a Ana Ozores como si se tratara de una mujer de carne y hueso. Lo mismo ocurrirá con ciertos episodios dramáticos, con ciertos pasajes descriptivos. De su autor, Leopoldo Alas, también podrá decir bastante. Podrá decir, por ejemplo, que sus personajes han sabido reflejar profundamente la mentalidad de su época y que, gracias a esto, los lectores de hoy pueden descubrir las ideas y las costumbres que imperaban en aquella España de fines del siglo XIX.

     

Naturalmente, tanto Ana Ozores como Leopoldo Alas —criatura y creador— son hechos positivos, y la crítica de ficción siempre se ha fundado en hechos de este tipo. Pero ¿qué pasaría si pensáramos la ficción como algo que está más allá de la novela, de sus efectos vitales o, incluso, de la eventual destreza narrativa del autor? Como en cierto modo queda dicho, la crítica suele atender los aspectos más bien superficiales de la obra; se habla del escritor, de los personajes, de tal o cual escena, de la trama, pero, mientras tanto, la esencia del libro (aunque sería mejor decir su forma) sigue oculta en algún sitio. Para evitar todo esto, al crítico no le quedará más remedio que leer de una manera mucho más meticulosa, mucho más objetiva.  

     

Como es sabido, el lector común, al leer una novela, se conforma con disfrutar de la anécdota, de los diálogos, de ese nuevo mundo imaginario que se abre ante sus ojos y que constituye en sí el universo ficcional. Esto, desde luego, no es en absoluto cuestionable, ya que responde a esa «voluntaria suspensión de la incredulidad»[2] de la que hablaba Coleridge hace ya casi dos siglos. Sin embargo, esta suerte de complicidad literaria, este pacto tácito entre narrador y lector, no debería ser lo más importante para un crítico; la novela tendrá que ser algo más grande y más complejo, algo que él mismo deberá poner en claro valiéndose de sus conocimientos teóricos, pero también de su intuición. Solo así tendrá la posibilidad de encontrar, percibir, recrear la forma del libro. Así, lejos de perderse en el mundo recreado en la novela, el crítico deberá verlo todo con cierta desafección, y usarlo todo —incluso sus propias aptitudes estéticas, su propia fantasía—[3] para que aparezca lo que en realidad está buscando, es decir, el libro mismo.

 




[1] Utilizo aquí la palabra forma no solo en un sentido formalista, sino, fundamentalmente, en un sentido dialéctico (hegeliano). La dialéctica, vale aclarar, no opone esta palabra al término contenido, pues entiende que la forma es un factor que garantiza el desarrollo progresivo de aquel.

[2] Samuel Taylor Coleridge. Biographia Literaria, Valencia, Editorial Pre-Textos, 2010.

[3] Como se inferirá de este inciso, soy partidario de la idea «wildeana» de que el crítico, en cierta forma, es también un artista; sin embargo, del mismo modo, considero que el crítico de ninguna manera deberá poner su arte (el texto crítico) por encima del texto analizado.

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